Curiosas maneras tiene el destino de recordarte que te está mirando.
Caminaba por un parque en El Escorial, cuando sentí el ruido que hacía una ardilla mientras se robaba una piña (de pino, no del Caribe).
Mientras acomodaba otra vez la cámara y me aprestaba a seguir caminando, se me acercó un lugareño de pelo blanco, voz cascada y pañuelo de tela con mocos de ayer.
«Allá más abajo donde hay césped más verde, las encuentras caminando tan campantes, mucho más cerca».
Seguimos caminando por una subida que ya no fue tan larga.
Entre resoplidos, que en él se entienden y en mí dan risa, sabiendo que la caza es una actividad muy extendida en España, pregunté si los vecinos las cazaban. Me dijo que no, que las ardillas de ese parque «son de la humanidad, ni una piña caída podemos sacar de acá». Pero él se roba una cada tanto y las hace germinar, para después plantar el futuro arbolito en algún rincón del pueblo. «Ya tengo unos siete u ocho pinos creciendo por ahí» -dice, con la seguridad de quien sabe que no todas las reglas merecen atención.
Me contó que su hermano trabaja en un puerto y rescató una ardilla «toda negra, y con una estrella blanca en la frente» de un contenedor. Ahora lo acompaña a todas partes, y tuvo que registrarla como mascota, vacunarla y presentarla a revisiones para viajar. Que su sobrino adiestra perros, y le quedan más celosos de lo debido: los dueños no tienen problemas, pero a veces un novio efusivo recibe un mordisco inesperado.
La subida había acabado y estábamos hablando en una esquina como dos viejas chismosas. Me recomendó dar una vuelta por el centro histórico del pueblo.
Se despidió diciendo «Y ojalá encuentres lo que estás cazando» sin saber que jamás olvidaré cómo me sentí al descubrir -por enésima vez- que ya lo tengo todo.