Resfriado y con los ojos llorosos, sufriendo los cambios de presión de la cabina y con los tímpanos tensos, listos para estallar, no me predispuso bien para escucharla.
-Somos madre e hija, no podemos viajar separadas -decía con una convicción que pedía a gritos que alguien interrogara a la hija, para confirmar.
-No hubieras aceptado, te hubieras puesto firme -le recriminó al marido, que viajaría 2 filas más atrás, y no se quejaba.
El cantito de «no podemos viajar separadas» se repitió varias veces alrededor mío, mientras una azafata trataba de encontrar al menos 2 asientos contiguos en un vuelo repleto. Yo -previsor- hice mi check-in online y elegí bien mi asiento: frente a la puerta de emergencia del medio, sin asiento adelante, ventana (en general pido pasillo, pero el espacio extra fue tentador).
Un par de horas más tarde, cuando salí del baño y me encontré frente a MAMÁ, supe que no saldría ileso. Con el mismo tonito hastiado y reprochante con que defendía el derecho de viajar roncando junto a su hija, y con la misma convicción de su certeza, me dice: «Este baño es de mujeres».
Puuuta madre, no podía ignorarme? «No», le dije con la sombra de un gruñido, a ver si de ahí traducía que no estaba interesado en dialogar (y era cierto, entre resfrío y el aire acondicionado del avión mi garganta era un asco).
-A mí me dijeron que sí -le dijo, indignada, a mi espalda, como si esa fuera toda la razón que sostenía su verdad. Y esa era.