Argentina: nunca más carta blanca

La mejor forma de convertir un candidato estelar en un imbécil de proporciones apocalípticas es permitirle gobernar un tiempo. La propia dinámica del gobierno, las enormes fuerzas que actúan en «la vida nacional», garantizan que por cada acierto, falla y hasta estornudos del depositario de la esperanza de los votantes, habrá quienes lo vean como el peor enemigo de su rincón del universo.

Esto en Latinoamérica es más pronunciado, porque la corrupción y los personalismos son de las prerrogativas básicas que componen los fueros del mercenario electo. Basta que cualquier persona forme parte de un gobierno un tiempo, para que podamos descubrirle varios pecados por acción u omisión.

¿Entonces no hay nadie limpio? Claro que sí, pero esos no duran. La política es un negocio de equipo y si no eres «productivo» en tu puesto, en ingresos o provisión de plazas para instalar amigos, pondrán a alguien que sí lo sea.

Dadas estas condiciones de juego, con todo este lodo en el campo cubriendo oficialismo y oposición por igual, el peor enemigo del ladrón con fueros es una población despierta. Por eso el camino elegido por varios gobiernos latinoamericanos fue el de los subsidios y dádivas a sectores de la población que luego actúan como primera fuerza de choque para acallar o restar legitimidad a cualquier protesta o desacuerdo.

Hoy Argentina vota al próximo presidente. Esa persona estará obligada a gobernar por los próximos 4 años y como contraprestación se la colocará en la cima de la pirámide alimenticia de la corrupción y los negocios nacionales (y en el poder Ejecutivo, y en los libros de historia, pero eso es lo menos dañino).

No importa quién gane, gasten todos los aplausos esta noche. Hagan el experimento de tener un gobierno con toda la población en contra. Abandonemos en toda Latinoamérica -país por país, elección por elección- el estigma colonialista de entregar el poder a cambio de espejitos de colores.