La felicidad huele a revista de comics nueva, traída por mi papá desde Buenos Aires en el ’79 u ’80. Huele a mucho cartón, cajas enoooormes y juguetes pesados, que decían «Hecho en China» por todas partes y eran de altísima calidad.
La felicidad huele a tardes de otoño en casa de mi abuela, trepado al limonero del patio, planeando la siguiente invasión a «aquellas tierras que se ven al otro lado del mar verde». Y también al papel que uno encuentra en un bolsillo, con un «te quiero». Libros recién abiertos, mal cortados, que escondían mundos enteros detrás de su perfume.
Dicen que el olfato es el sentido que más afecta nuestra percepción, que está atado a mecanismos instintivos, primigenios, que no sabemos racionalizar.
Hoy caminaba por Reforma, y a la altura del Botánico me encontré con un olor que me transportó 25 años hacia atrás. Quizás fue una flor, o la pintura fresca de una reja. Lo sentí sutil, pero indistinto. Cada vez que «pescaba» su rastro, podía sentir dispararse los impulsos eléctricos en mi cabeza. Todavía siento, mientras escribo, una sensación de paz y familiaridad en el pecho.
Me volví loco tratando de encontrar las dos fuentes: la actual, la fuente del aroma y la anterior, la fuente del recuerdo. No lo logré, quizás en unos meses recuerde el momento exacto y no lo relacione con su perfume.
Pasé, absorto, por todos esos lugares: mi auto de rally que chocaba y retomaba su rumbo, los libros de Verne y Salgari que me hicieron conocer un mundo amplio y fascinante, los patios, los besos, los recuerdos que bien podrían ser sueños.
Cuando desperté, seguía caminando por el corazón de la Ciudad de México. Mi ciudad, mi México. Un lugar donde respiro felicidad todos los días.
Y ya no sé si es que sigo soñando.