Nunca he aplaudido tanto como hoy. Nunca antes sentí la necesidad física de reconocer y recompensar a los artistas con mis palmas en carne viva a modo de inerme agradecimiento. Como hoy.
Vuelvo de ver el Cirque du Soleil. Véanlo, vívanlo, no se lo pierdan. Sea lo que sea que deban hacer, si alguna vez lo tienen a mano, vayan a verlo.
Cada show es una experiencia única. Al menos para mí.
Hace siglos, casi, entre noches de insomnio y algunas angustias que me rodearon en la segunda mitad del 96, me encontré con el Cirque. En HBO pasaban casi sin anunciarlo, como si fuera un documental de relleno, el show Saltimbanco, el mismo que ví hoy.
Y fue amor a primera vista. Antes del Cirque, no sabía que tanta magia podía caber en un escenario. Pensaba que los circos eran un show decadente, con leones bostezando y trapecistas sudorosos. Cuando ví por primera vez al Cirque, me sentí sumergido en una mezcla de ballet, ópera, burlesque y parodia que me atrapó de principio a fin. Adoraba Cirque du Soleil, quería verlo, quería vivirlo.
Hoy, al ver Saltimbanco en vivo y en directo, me sentí flotar. La impecable presentación, la música que es partenaire y protagonista al mismo tiempo; la intimidad de una pista pequeña que crece para abarcar al público, el vuelo de cuatro ángeles que me hicieron volver a sentir niño, abismado hasta las lágrimas. Todo eso ocurrió o ME ocurrió. Todo eso puede ocurrir si se acercan al Cirque.
Acérquense, van a descubrir que la capacidad de asombro nunca se pierde.
El año pasado (o fue en 2003?) fui a ver Dralion, pero no resultó tan impactante como volver al primer amor.